William George Clark (1821-1878) estudió lenguas clásicas en el Trinity College de Cambridge, donde sobresalió por su talento y su brillante trayectoria, hasta el punto de ser elegido fellow nada más terminar su carrera. Como filólogo clásico editó, tradujo y anotó las obras completas de Aristófanes, y como especialista en los clásicos ingleses financió de su propio bolsillo una beca dedicada al estudio de la filología inglesa, sin la cual jamás habría culminado el trabajo de su vida. A saber, la primera edición definitiva de las obras del gran clásico de la lengua inglesa: The Works of William Shakespeare (1863-66).
Sin embargo, como las vacaciones de Cambridge le permitían viajar y recorrer Europa, Clark decidió visitar los países donde nació la cultura occidental y -por qué no- también los países limítrofes de la cultura occidental. Así, gracias a sus periplos por Grecia escribió Peloponnesus (1858), mientras que las impresiones de sus viajes por Italia y Polonia fueron recogidas en números sueltos del Journal of Philology que el propio Clark dirigió en Cambridge. En 1853 William George Clark fue ordenado sacerdote de la Iglesia Anglicana.
La obra Gazpacho: or Summer Months in Spain (John W. Parker, London, 1850)- no es precisamente famosa por ser la más antigua o la más exhaustiva, sino porque Clark fue el viajero inglés más fino, irónico y erudito de cuantos visitaron España en todo el siglo XIX. Según José Alberich «Clark es siempre consciente de los viajeros que le han precedido, y de que la única originalidad que puede él conseguir tiene que basarse en la espontánea expresión de su personalidad más que en el contenido mismo del relato». La editorial granadina Comares publicó en 1996 una edición española de Gazpacho que no he podido encontrar, así que traduciré libremente o citaré pasajes traducidos por el profesor Alberich en su estupendo Del Támesis al Guadalquivir. Antología de viajeros ingleses en la Sevilla del siglo XIX (1976).
Clark arribó a Sevilla en 1849 y tenía ilusión por conocer la catedral, pero la realidad no estuvo a la altura de sus expectativas: «La mañana siguiente a mi llegada me apresuré a visitar la catedral, considerada por todos los indígenas (excepto los habitantes de otras ciudades catedralicias) la más magnífica de España. El orden clasificatorio suele ser: primero Sevilla, segundo Toledo y tercero Burgos, de modo que yo me congratulaba de verlas en orden inverso, es decir, rematando con la mejor de todas. Pero, después de haber venido desde tan lejos para asombrarme, mi desilusión al ver por primera vez la catedral de Sevilla fue grande, por difícil que sea confesarlo. Su estilo es gótico tardío -estilo que Pugin y Ruskin nos han enseñado a despreciar- y, además, tiene a su alrededor tantos edificios accesorios que la unidad de plan y simetría han desaparecido por completo». Esta impresión la corroboró Clark desde lo más alto de la Giralda: «Aunque la vista es magnífica, toda Sevilla se desparrama hacia las afueras como un modelo infinito de sí misma. Realmente, sólo desde esta altura eminente uno es capaz de afirmar que no es posible explicar este tortuoso laberinto de calles estrechas».
Como buen erudito, Clark disfrutó de los tesoros de la Biblioteca Colombina y de las pinturas de las iglesias sevillanas. No obstante, se permitió una observación que a estas alturas del laicista siglo XXI infunde cierto desasosiego: «Las iglesias de Sevilla ... en su día fueron mezquitas o sinagogas. ¿Quién sabe para qué servirán en el futuro?». Por supuesto, Clark visitó el Alcázar, el Hospital de la Caridad, la Plaza de la Maestranza y la Casa de Pilatos, pero sus observaciones sociales y de costumbres se me antojan más interesantes que las arquitectónicas y monumentales. Por ejemplo, apenas llegó a las ruinas de Itálica «se nos echó encima una muchedumbre de mujeres y niños ofreciéndonos monedas romanas, primeramente a duro la pieza, pero, después de algún regateo, a un chelín por docena». Episodios semejantes al del caserío de Santiponce se repiten por todas las páginas dedicadas a Sevilla.
Interesado en la visión que otros extranjeros tenían de Sevilla, Clark interrogó a un banquero francés y a un profesor alemán. El banquero francés le dijo que los sevillanos eran «ignorantes, indolentes y vanidosos» y que «hasta el buhonero que pasa por la calle tratará de convencernos de que vende baratijas por divertirse y no por ganarse la vida», pero Clark razonó que «a los franceses les gusta demasiado despreciar a sus vecinos del mediodía, de los cuales les separan tan grandes diferencias de carácter y sensibilidad que los Pirineos, comparadas con ellas, son meros montoncitos de arena. Y al hacer esto pecan gravemente contra la justicia, pues los defectos de un pueblo son, a menudo, las sombras que arrojan sobre sus virtudes». Por contra, las opiniones del profesor alemán fueron más tolerantes, ya que le hicieron ver que los sevillanos eran «el pueblo más cortés y acogedor del mundo, y que la mala educación con que creen ser tratados a veces algunos extranjeros se debe más bien a la ignorancia que suelen tener estos últimos de las costumbres del país». Así, gracias a la proverbial compasión antropológica germánica Clark comprendió que «los niños que me tiran piedras por las calles no son más que niños, y que no me apedrean por malvados sino por traviesos».
En el prólogo del libro William George Clark advierte que «Gazpacho es el nombre de un plato universal en general y español en particular. Es una suerte de sopa fría hecha con pan, hortalizas, aceite y agua. Estos ingredientes son sencillos de conseguir y su preparación no requiere ninguna habilidad». No voy a perder tiempo educando en vano el paladar inglés, mas sí quiero hacer hincapié en la ausencia del tomate como ingrediente indispensable del gazpacho, lo cual también había sido advertido por otros viajeros como Richard Twiss y Richard Ford. Por lo tanto, casi podríamos decir que William George Clark visitó Sevilla antes del gazpacho con tomate.
Algunas de las citas que hizo sobre Andalucía:
Así que cuando vi el pico del Veleta, con su aureola de oro y un intenso color rosado... sentí que dejaría un deseo insatisfecho si me marchase de Granada sin intentar ascenderlo... A medida que ascendíamos el frío se hacía más y más intenso. Las estrellas brillaban claras y nítidas... Me esforcé por alcanzar la cima antes de la salida del sol... Era una vista que bien valía cualquier esfuerzo. La montaña cuyas empinadas pendientes habíamos ascendido, se rompe hacia el este en un absoluto precipicio, a cuyo pie hay una profunda garganta llena de nieve perpetua. Los tajos que encaran el sol están bañados por una luz verdosa. A nuestros pies, las Alpujarras, una mezcla de montañas que parecían no acabar de asentarse; y detrás el ancho mar».
«Cerca de la cima no crece nada, excepto un tipo de hierba acolchonada y una manzanilla enana muy apreciada por los recolectores. Sin embargo, la sierra es rica en tesoros botánicos».
Tres semanas de caza en el Coto de Doñana:
«...Cerca de Sanlúcar la margen opuesta del río está espesamente poblada de pinos y otras especies de árboles... Dentro de este cordón vegetal se extiende un gran espacio de terreno en el mismo estado que tendría la vegetación tras recuperarse del choque que le produjo el diluvio universal... Permítame ahora que añada el principal aliciente a esta pintura... Estará de acuerdo conmigo cuando considero la caza como la principal atracción de esta salvaje región, que es el mejor espacio de esta modalidad deportiva en Europa. Innumerables rebaños de ciervos rojos recorren sus baldíos. Los jablíes hozan en sus umbrías espesuras, mientras su ceñuda compañera guía a su indefensa prole a revolcarse al hirviente cenagal. El brillante lince relampaguea al cruzar tu camino y parece darse cuenta que, de los dos tú eres el animal más peligroso. También se han visto lobos»
«El Palacio (de Doñana) nos proporcionaba poco acomodo más allá del refgugio que ofrecían sus paredes, unas cuantas sillas y una mesa, un gran fuego, y la desnuda armadura de unas camas - mantenidas allí por los habitantes del “coto” y al servicio de los que gozan del privilegio de entrada. Su número está reducido a ventidós suscriptores, que se lo alquilan al Duque de Medina Sidonia, cada uno de ellos puede llevar un par de amigos, pero no les pueden enviar de caza sin estar ellos presentes»
Una tarde de novillos en la Maestranza: «Un día fui a una función de novillos -un tipo de corrida juvenil en el que toros jóvenes salen a la plaza para que los toreen, y si es posible los maten, hombres jóvenes. Es como una parodia de la auténtica corrida -nada de su pompa, circustancia y peligro-; una farsa -grotesca y risible- en lugar de una tragedia. Por ejemplo, sacan una cama al centro de la plaza, en la que yace un hombre con camisón y gorro de dormir que aparenta estar enfermo. Se suelta un novillo con los pitones embolados, que de inmediato corre hacia la cama, corneándola y derribándola una y otra vez, el enfermo trata de protegerse con el colchón, y después lo lanza lejos de sí para que el animal, sobre él, descargue su furia.
Después varios hombres se introducen de pie en canastas de mimbre... Uno tras otro el toro carga sobre ellos, y corneándolos los derriba haciéndoles rodar por la plaza. Es muy divertido observar la evidente perplejidad de la bestia cuando estos objetos comienzan a moverse»
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